Lucas





Lucas es un hombre solitario.
Se abstiene de hacer amistades porque no quiere deber favores a nadie.
Tampoco le gusta la gente. Piensa que la mayoría, son seres estúpidos que pululan a su alrededor esperando a que ocurra un milagro efervescente. Tampoco le gusta el café, ni la fruta, ni el tabaco; en  tugurios nocturnos y llenos de alevosía, tuvo algún affaire con damiselas de paso y tpv, a muchas la boca les olía a cenicero y eso le ponía enfermo; siempre hubo de largarse antes de caer en la tentación pues, al fin y al cabo, uno no es de piedra.
Una vez, tendiendo una colada, la vecina de arriba levantó el plástico que utilizaba para resguardar el tendido de la lluvia, todo el agua fue a caer en la ropa de Lucas y, cuando este fue a increparla, la mujer le contestó: 
-- Y qué quieres, ¿que me la beba?
Por eso nunca da ni devuelve un "buenos días", ni cede el paso a mujeres o personas mayores; es el "octavo pasajero" viviendo en la Tierra.
Pero Lucas es un buen tipo. Siempre pensaba en ello recostado  en su diván frente al televisor viendo "Pasapalabra".
Se le da muy bien el juego de adivinar denotaciones mientras disfruta de un vaso de leche fría. Todos  aquellos capullos no tenían ni idea, él siempre se quedaba a dos o tres palabras de completar el rosco.
En su cuarto tiene distintas ediciones de diccionarios de lengua Castellana y, siempre que puede, los estudia mientras bebe leche; ¡le encanta la leche! Su madre siempre le decía que para ser grande y fuerte debía tomar mucha leche, y lo seguía haciendo pasados los años, porque Lucas se había convertido en un museo de músculos que a las chicas, ya en el instituto, les gustaba visitar. Aunque a él siempre le dio mucha vergüenza.
Aquella estúpida e inútil timidez…
Los recuerdos más nítidos comienzan cuando tenía ocho años:
Su padre trabajaba en una mina de pizarra y era un hombre rudo, de creencias ortodoxas y fuerte carácter. Cuando llegaba a casa se quedaba en camiseta de tirantes y olía a sudor rancio. A madre la llamaba "perra que no sirve para nada" y a Lucas le contaba cosas del trabajo; eso le serviría en el futuro como referente, no las ñoñerías que le enseñaban en la escuela. Luego le soltaba un pescozón y obligaba a cortar leña. Más de una vez hubo de ir a buscarle a la taberna, a sabiendas de los golpes que recibiría después.
Lucas experimentó de forma prematura los escozores de la adolescencia. Las constantes palizas de su padre y los agravios de que era objeto a manos de efebos y chiquillos, quienes buscaban el cobijo de otros imberbes desvergonzados jactándose de tragar el humo al fumar, estaban dejando una profunda cicatriz en su personalidad y autoestima.


Una de las taras que peor llevaba era su voz. Desde que una temprana hipertrofia laríngea estiró sus cuerdas vocales, Lucas sufría una ligera afonía que dotaba a su paciente forma de hablar de la peculiaridad que, a esas edades, es demonizada ó alabada por adolescentes sobrados de testosterona. Pero el chico se estaba acostumbrado a cargar con ser el raro y siempre miraba al suelo, como quien va buscando un agujero por el que escurrirse de la realidad. 


El único momento de paz diario sucedía al irse a la cama. Desde pequeño se había acostumbrado a arrullarse con un cadencioso traqueteo procedente de la habitación de sus padres, sumiéndose poco a poco en el sueño.


El colegio dedicaba todos los años un día a sus mecenas y benefactores, entre los que se mezclaban personalidades, familias aburguesadas que pagaban su solidaridad con dinero procedente de la extorsión, y tipejos trajeados que se dejaban bigote y llevaban bastón, aunque ninguno cojeaba, por lo que era fácil adivinar que se trataba de banqueros y usureros en busca de carroña.


Aquel año se representaba un fragmento de "El Idiota" de Dostoyevski, concretamente el episodio que discurre durante la fiesta que Anastasya Filipovna celebra en su casa; allí rechaza la proposición de matrimonio de dos hombres, aceptando la de un tercero a cambio de cien rublos.
Al finalizar la obra, se ofreció un discreto picnic para los presentes. Hacía buen día y tuvo lugar en uno de los patios.                                                              
Se dispusieron largas mesas en paralelo repletas de viandas y refrescos. El alumnado aguardaba educadamente a que alguno de los mayores le diese, con su primer bocado, el beneplácito para engullir cuanto allí había hasta hartarse.
Lucían entre otras cosas tortillas, quichés y apetitosos preñaos, todo de manufactura casera; pastelitos, bizcochos y tejas bañadas en chocolate. 
Lucas alcanzó a tiempo una hermosa magdalena que desapareció en su boca al primer mordisco. Masticaba y masticaba pero se le empezó a hacer bola y no era capaz de tragar. Llevaba un rato luchando contra la masa horneada que amenazaba sus vías respiratorias cuando Gina, una de las animadoras de décimo curso, le ofreció un vaso de leche, sonriedo.
El paso del desconcierto al alivio duró lo que un cohete de feria en el aire. Lucas agarró el vaso e inclinó la cabeza agradecido. 
Tres chicos merodeaban cerca de allí. Uno de ellos hizo una señal a Gina y ella elevó el fondo del vaso mientras Lucas bebía, derramando gran parte del contenido sobre la camisa del muchacho.
Turbado y molesto, Lucas cayó en la cuenta del sabotaje amañado entre los cuatro que ahora se reían ante él.
Uno de ellos, aparte de Gina, le resultaba conocido; era un enclenque pelirrojo que al reírse mostraba una diastema que parecía el Puente de Segovia. 
--¿Te ha sentado bien el trago? --dijo el  pelirrojo con sorna.-- A los raritos como tú les va mucho la leche, ¿verdad chicos?
Los otros dos reían, sobre todo la animadora, que a cada palabra del "mellao" hipaba como si se fuera a quedar sin respiración. 
--Me gusta la leche porque me hace más fuerte --cortó Lucas con heladora tranquilidad.
Al escucharle, el pelirrojo bravucón vivió un halo de duda, en el fondo no era más que un cobarde que aprovechaba la debilidad ajena para envalentonarse. 
--¿Fuerte? --ironizó el mellao tragando saliva. --¡Mírame! ¡Yo no tomo leche y aquí me tienes, riéndome de ti! 
Las palabras salían de su boca diastémica a unos cuarenta centímetros bajo el nivel de la barbilla levantada de Lucas 
--No, no… --replicó despegándose la camisa mojada del pecho. --Tu no eres fuerte, sólo hablas mucho. 
Todos se quedaron estupefactos, sobre todo Gina, que entornando los ojos, pensó que le estaba resultando atractivo aquel muchacho. 
--Entiendo --susurró el mellao conteniendo apenas una mueca de miedo y rabia. --Entonces, álguien tan "fuerte" como tu no tendrá miedo a las chicas, ¿verdad? 
Lucas sintió calor en las mejillas. 
--¡Gina! ¡Ven aquí! --ordenó el mellao sin apartar los ojos de Lucas. 
La animadora acudió solícita a la llamada.
--Demuéstrale a nuestro "amigo" por qué no ha de tener miedo a las chicas, --susurró a la muchacha mientras la manoseaba. 
Lucas se ruborizó todavía más al ver cómo el mellao levantaba la falda de Gina, dejando a la vista sus braguitas.
Los otros dos alzapuertas babeaban sin pestañear mientras el mellao y la animadora miraban a Lucas con sendas sonrisas maliciosas. 
--Tócala --invitó el mellao sonriendo. 
Lucas permaneció inmóvil sosteniendo la mirada del pelirrojo y una de las comisuras de sus labios comenzó a moverse descontroladamente. 
--¡He dicho que la toques! --gritó el mellao amenazador. 
Gina se acercó más a Lucas y cuando le iba rodear con sus brazos, el muchacho, con un movimiento involuntario, la apartó con un empujón que, sin ser demasiado fuerte, bastó para que la animadora se llevase al suelo en su caída al mellao.
Unas semanas después del incidente en el patio escolar, el mellao lucía un incisivo roto por el codo de Gina al caer sobre él. 
La animadora, se acercaba a saludar a Lucas cada vez que le veía y a veces, le acompañaba allá donde fuese. Ella no paraba de tocarse el pelo mirando de forma coqueta al chico, pero Lucas pensaba que a lo mejor tenía piojos, pero no se atrevía a decírselo. La chica, por otra parte, había abandonado la compañía del  mellao y los otros dos, y Lucas imaginaba que se habían enfadado con ella y por eso buscaba nuevos amigos. Le daba un poco de pena, pero a la vez se sentía muy feliz en su compañía.


Lucinda era una chica menuda, alta y desgarbada pero, sin llegar a ser guapa, poseía ese potente atractivo que atrapa a todo el mundo por igual pero sólo unos pocos se atreven a reconocer. Su padre y el de Lucas eran compañeros en la mina de pizarra y vivían en el mismo barrio. Ella y el chico se reconocían de haber coincidido en varias ocasiones, la mayoría en la taberna, cuando iban a buscar a sus padres. Aunque Lucas no olvidaba una tarde en la cual, con unos cuatro años, observó cómo Lucinda corriendo tras una pelota, trastabilló al no darle más las piernas y cayó al suelo. El niño no pudo evitar reírse y, sin previo aviso, una pedrada en la frente le hizo parar. Al abrir los ojos tras el primer vahído, vió a la niña con los brazos en jarra y actitud desafiante,  mirándole como una pistolera a punto de desenfundar su revolver.
Desde aquel día le cogió tanta ojeriza que la siempre la evitaba.


El padre de Lucinda, pese a dejarse arrastrar por la personalidad de Genaro, --padre de Lucas-- era un buen hombre y, más de una vez llevó a su compañero a casa para que durmiese la mona. 
A Lucas le caía bien, se ahorraba el viaje a la taberna con paliza incluída, y su madre, Leonora, también agradecía aquellos gestos de compañerismo.


Lucinda era el único fruto del matrimonio de Elena y Virgilio; una de tantas parejas que partieron en busca de la materialización de sueños etéreos, y regresaron a la casilla de salida desposados y con una boca más que alimentar. Domiciliaron su nueva cepa en la casa familiar de Virgilio, en la misma calle donde Genaro y su progenie residían. Ambos mantenían una amistad perpetrada ya en la infancia.


Virgilio procedía de una familia muy humilde, --como muchas otras en el barrio-- y cuando se juntaba algo de carne, se llevaba a un cuartillo en el cual, la madre de Genaro, Carlota, hacía lumbre en un lar para curar con el humo las piezas y poder conservarlas por largas temporadas. Muchos vecinos hacían lo mismo y Carlota, que nunca se había beneficiado de aquello, ponía como única condición que cada cual trajera su propia leña y cuidase el fuego. Así, no eran pocas las horas que los dos chicos pasaban juntos.


Cierta tarde de invierno, ambos jugaban distraídos mientras Rosa, la madre de Virgilio, se encontraba ante el fuego del lar curando unos chorizos. La leña, aunque no ardía veloz, se agotaba y Rosa pidió a la dueña del lar que la relevase en lo que ella se acercaba al leñero a por más combustible.
En la estación más fría, se solía colocar la madera en altillos, que servían como secaderos para aliviar la humedad importada de los bosques. Aunque la operación requería de paciencia, y a veces, se hacía necesario avivar el fuego con piñas secas y pringadas en resina para enjugar la madera y que la lumbre no mengüase.


Carlota esparció unas cuantas piñas bajo dos troncos humeantes. Los chavales se acusaban en la calle de que uno había hecho falta al otro y le correspondía ejecutar un penalti a puerta vacía. Los troncos no prendían y Carlota echó más piñas a la hoguera, que empezó a chisporrotear brava. Genaro y Virgilio se vieron obligados a trasladar el terreno de juego por culpa de la "niebla en el Benito Villamarín". Por la puerta del cuartillo, una densa colada de humo blanco se deslizaba al exterior. El delantal de Carlota brillaba con la lumbre reflejada en los lamparones de resina que lo cubrían, y al tiempo, daba algo de luz a las ya pesadas tinieblas en que la mujer se encontraba.
Mientras Rosa regresaba al lar, pudo ver una espesa columna de humo que parecía situar el hogar de Carlota como punto neurálgico de un misterioso paisaje invernal. Los chicos seguían jugando, ajenos al mundo y cuanto en el acontecía.
La concentrada humareda acabó por derrotar a Carlota, que cayó al suelo sin sentido cuando una de las chispas procedentes de las piñas fue parar a su delantal.
Cuando Rosa se encontraba a escasos metros del cuartillo, el humo que avistó ya no era blanco; un negro intermitente con vaharadas anaranjadas y grises presagiaban algo crepuscular y muy poco halagüeño, y un fuerte olor impidió que diese un paso más. Virgilio cantaba gol ante la impasividad y sorpresa que se habían apoderado del rostro de Genaro, al ser testigo de la misma escena que Rosa estaba contemplando.
A pesar de los agarrones, gritos y advertencias Genaro penetró en el lar cubriéndose las vías respiratorias con la sangradura del antebrazo izquierdo; --algo que había leído en algún libro--. Lo que se encontró, además del humo y un olor insoportable, fue un amasijo de carne quemada en una horrible mueca que semejaba aferrarse al aire que ya no tenía. 


Genaro empezó a asimilar lo ocurrido minutos después. Sentado junto a Rosa y su amigo.
Desde aquel día no volvió a ser el mismo, y pese a que culpó a Rosa de lo sucedido, su amistad con Virgilio alcanzaría con el tiempo un vínculo virtual de consanguinidad.


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Odio la lluvia. Ignoro el porqué, pero la odio. Me resulta ridículo el hecho de que todo se moje con agua procedente de las nubes que han condensado toda la porquería almacenada en el mar: cloacas, pozos, meadas… Y aún así algún gilipollas es feliz “cantando bajo la lluvia”. No me extraña que el mundo esté lleno de gilipollas. A muchos les viene de cuna y otros adoptan el hábito haciendo dedo en la autopista de una irrisoria vida.
Lucas iba a veces al cementerio, y allí hablaba a solas con su padre mientras se tomaba un brik de leche o simplemente pensaba en voz alta.
¿Te acuerdas de Lucinda, nuestra vecina? Muchas veces coindíamos en la puerta de la taberna, de niños, cuando ella iba a buscar a su padre y yo a ti, para que luego mi cuerpo te sirviese como desahogo a toda la frustración e impotencia que vivías. Rara vez no llegaba con moratones ó labios reventados. La muchacha te temía y ahora sé que siempre se compadeció de mí. 
¡Que hijo de puta!
Dudo que te acuerdes, pero hubo uno de tantos días en que ambos fuimos a la taberna. A ella le había enviado su madre para mandar un recado a Virgilio;  quería que pidiese autorización para salir antes, puesto que aquella semana le tocaba hacer horas extras. Le dijiste que a su padre no le tocaba quedarse hasta una semana después y ella, aunque sorprendida, regresó a casa sin misión cumplida.
Aquella misma tarde, mamá me había distraído de mis tareas para decirme que, si llegaba tarde, te dijera que había dejado pastel de carne en la nevera. Hacía unas semanas que dejaba la cena preparada, porque ayudaba en el taller de costura del padre de Gina, la animadora, para terminar a tiempo unos pedidos que, cada vez, eran mayores.
Lucinda y yo no éramos amigos ni novios, pero nos contábamos las cosas, ya que resultábamos ser los dos bichos raros del colegio. Una mañana, en un cambio de clase, me comentó que había encontrado a Gina totalmente desconsolada en el váter. Mientras se fumaban un cigarrillo, la animadora le contó que su padre estaba arruinado y le iban a embargar el taller de costura;  ella  podría olvidarse de ser modelo.
 --¿Embargar? ¿Qué significa eso?
--Imagina que Gina te invita a tomar un helado, luego viene el mellao y te lo quita porque ella le había robado el dinero; pues algo así.
--¡Vaya! 
La madre de Lucinda vino a casa al día siguiente, quería hablar con mamá, pero ella se había ido al taller de costura. Estaba enfadada y yo pensé que era normal, el día anterior no se debió tomar muy bien el hecho de no haber podido dar recado a su marido. Encima, él le había mentido acerca de dónde estaba. Cuando se marchó, pensé en lo que Lucinda me había contado sobre el taller de costura, y concluí que mamá tampoco era fiel a la verdad. 
Un día después, Lucinda fue la que entró en casa como un tornado.


14/03
Hoy he ido a buscar a papá una vez más. Lucas me acompañaba, como otras veces; creo que me gusta. No sé, cuando estoy con él es como si tuviera un guardaespaldas o asi.
Papá no estaba y mamá se ha enfadado mucho. No sé dónde pudo haber ido, es muy extraño.
…………………
¡Vaya lío que se está armando!
Resulta que mi madre fue a casa de Elena para contarle lo de que papá le mintió y, como no estaba en casa ha venido hecha una furia.


15/03
Esta mañana en el insti me encontré a Gina llorando en los lavabos. Pobre. Me ha contado que a su padre le iban a embargar el taller porque no pagaba. (He buscado en el diccionario eso de 'embargar' y no suena nada bien).
Lo que es curioso es que Lucas me había dicho que Elena iba por las tardes a ayudar allí y por eso mamá no la encontró. Creo que engaña a Genaro y me da en la nariz que mi padre es su amante.


………………


Acabo de estar en casa de Lucas. No sé si hemos discutido o no. Yo le he contado que pienso que su madre y mi padre se ven a escondidas y él no ha dicho nada.
Me hierve la sangre porque mamá está fatal. Cuando me envió en busca de mi padre fue debido a que la abuela sufrió un incidente y hubo de ir al hospital; un borracho se saltó un paso de peatones y casi se la lleva puesta. Ahora me toca a mí hacer la comida al llegar de clase e ir con pies de plomo para que no se me escape nada. Que cuando me pongo nerviosa me vuelvo una torpe y no la quiero cagar.


18/03
Hoy han dado de alta a la abuela y ha venido a comer. Luego, mi madre y ella se encerraron con mi padre en el salón y se han pegado media tarde allí.  A veces se oían gritos desde mi habitación.
Al final mi padre ha preparado una maleta y me ha abrazado llorando, despidiéndose.
Me ha dado mucha pena.

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El paso de cualquier persona por el instituto asegura su impronta y eso es algo que Lucas podría decir cuando se hiciera mayor.

Gina no dejaba de asediarle desde el episodio del vaso de leche; la chiquilla hizo uso de todas sus armas de mujer, aquellas que utilizaba con 'el mellao' pero cada vez más sofisticadas, y lo mismo aparecía un día vestida de cuero negro como al otro, con la excusa de que había educación física, se paseaba por las aulas con mallas, calentadores y el pelo recogido en una cola de caballo que rozaba el cuello levantado de una cazadora vaquera. Cuando se cruzaba con él entre clase y clase,  fingía una sensual casualidad que al chico al principio le hizo gracia, luego le puso nervioso y finalmente le reventó los calderines de frenado:

Gina estaba charlando con dos compañeras de décimo curso, el idioma de los efebos suele ir acompañado de chicle masticado con espesa sonoridad, con lo cual este trío podía ser oído en varios metros a la redonda. Un timbre anunció  de repente el cambio de clase y una marabunta salió despavorida, tras abrirse de manera repentina las dos hojas de la puerta de un aula en la que Lucas se encontraba. Gina sabía que el estaba allí,  apoyó sus finos codos en las rodillas y permaneció expectante.

Ya había salido toda la manada pero no había rastro de Lucas. La chica se levantó y acercándose a la puerta del aula, atisbó el interior buscando al joven; estaba consultando algo con su profesora. Gina expiró estirándose las mangas --llevaba una cazadora de beisbol-- y entró decidida:

--¡Lucas! ¿Qué haces aquí? Precisamente estaba buscando a Marisa para una tutoría. 

--Gina, no tienes hora hasta esta tarde... --apuntó la profesora.

--¡Vaya! Me habré equivocado --y cogiéndole de ganchillo le sacó del aula ante la atónita mirada de Marisa.

No fue hasta encontrarse ambos en medio del pasillo, cuando Lucas por fin reaccionó y preguntó retóricamente a Gina cómo era capaz de  hacer algo así. Ella se detuvo y se colocó mirándole directamente,( por el rabillo del ojo pudo divisar a Marisa con medio cuerpo oculto tras la puerta) y sin mediar palabra pegó sus labios a los del chaval, abandonándose instantáneamente al frenesí del momento y evadiéndose ambos de miradas inquisitivas. Lucas lo intentó, pero fue incapaz de doblegar su instinto masculino. Gina se dio cuenta enseguida y, apartándose a menos de un suspiro de su boca, sonrió con picardía y le guiñó un ojo. 

Decidieron seguir dando rienda suelta a su lujuria adolescente en otro lugar, pero el paseo hubo de continuar con Gina en vanguardia y Lucas bien pegado a su espalda. No fueron pocas las risas cuando otros estudiantes les vieron caminar en tal disposición: 

--¿Que ha pasado Lucas? ¿Algún percance por ahí abajo?

Aquel día Lucas perdió la virginidad en el cuarto de calderas del instituto y todo el mundo se enteró de que todo en él era grande para su edad.

A la mayoría le causó gracia, salvo a dos personas: una era Lucinda. No sabía muy bien por qué, pero saber que su vecino había estado con aquella buscona, le hizo sentir frustrada, abatida... (¿celosa? ¡No por dios!).

La otra persona era otra historia. Se trataba del 'mellao'.






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