Un legado universal


Como mortal, me gustaría agradecer el legado que me han dejado las personas que se acarician con miradas furtivas. Las que se lo curran sin esperar un golpe de suerte. Las afortunadas y las agraciadas con bonhomía.
También las risueñas, las lloronas y las menos cuerdas, y a las que en la parte trasera del grupo se encuentran salvadas.
Las que arriesgan, las que roban tiempo y las que lo pierden mirando al fondo de un pozo.
Las que creen y las que discrepan, las que buscan calor en cama ajena.
Las que piensan y luego existen, y las que existen pero no piensan.
A imberbes, jubilados, chillones y callados.
A desposados y amancebados, a los que saludan al sol y a los que huyen de él.
A extranjeros, platónicos y a Schopenhauer. 
A Cortazar por enseñarme a jugar la Rayuela. 
A las negras flores que Auserón alabó al final de la Rambla.
A matronas y madres, la tortilla de patata y a los bares.
A la peineta y el taco erudito, a Kandinsky y a los versos escritos.
A la luz y a la persiana, al otoño y al capitan Ahab.
Al dinero y el tiempo que Pink Floyd sembraron en la cara oculta de la luna.

Y sobre todo al amor: el que se hace y luego nos deshace. El que se escribe con fórmulas químicas y el que se puede abrazar.
El que se muestra y el que se tapa, el que se descubre y luego escapa. El que se teme, el que se contagia y el que aguarda al llegar a casa.

A los seres racionales y a los animales,
esos que mueven la cola cuando les distraes.
Y al ventilador, al fuego, y al mar,
y a todas aquellas gentes que ahora puediese olvidar.

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