Rostros desencajados


T había salido temprano de casa. Preparó un gran desayuno para recuperar las calorías quemadas anoche entre las sábanas.
Camino del hospital recibió una llamada: un cambio de guardia de última hora le otorgaba unas horas más de asueto.
Sonrió pensando que le daría una sorpresa a R.
Abrió con sigilo para no despertarla y entró.
Se dirigía a la habitación cuando, un cadencioso sonido procedente del baño  llamó su atención.
Al mismo tiempo que R alcanzaba su climax con el rostro desencajado contra la mampara de la ducha, T sintió cómo se le detenía el corazón.
R, con los restos del  placer de ambos manchando todavía el interior de sus muslos, trastabilló un par de veces intentando cubrirse con una toalla. El amante continuó bajo la ducha, ajeno al drama que allí se estaba viviendo.
T ya iba hacia la salida cuando ella le imploró un minuto: "¿un minuto para qué?", pensó T, turbado todavía por la escena que acababa de presenciar. "Algo habré hecho muy mal para ser blanco de semejante oprobio", divagaba de un lado a otro.
R estaba en medio del salón, frente a él. Tenía un aspecto vulgar con una toalla que apenas la cubría y el pelo, aquel sedoso cabello que tanto adoraba olisquear T, parecía ahora una fregona escurrida con  descuido. Se sucedían las súplicas, los "si me hubieras dejado...", las vanas explicaciones a medio acabar; pero el silencio de T era atronador.
Entonces apareció en escena el amante, un tipo más joven que la pareja que se abrochaba el cinturón despreocupado. T no sintió nada al verle y eso le extrañó. R entró en pérdida y le chilló como una posesa. Los gritos llegaban a T como una lejana  algarabía de escolares que abandonan el recinto a la hora de comer.
De repente, el amante pegó un bofetón a R haciéndola tropezar con una mesita, cayendo desnuda al suelo. Al ver aquello, T descargó toda su ira arremetiendo contra el amante. Los dos rodaron por el suelo, que estaba lleno de cristales rotos de la mesita en que había tropezado R.
Ninguno de los dos se movió hasta que R soltó un alarido espantoso y el amante abrió los ojos; T yacía con un enorme trozo de cristal clavado en el costado derecho y un charco de sangre oscura empezaba a rodearle.
R se arrojó desconsolada a su lado. Se tiraba del pelo, aquel que tanto le gustaba olisquear a T y ahora se teñía con su sangre. Dudaba de sí debía tirar del cristal ó no.
--¡Por dios. Llama a una ambulancia! --gritó al amante.
--¿Ahora te preocupas por él? --contestó impertérrito-- Debiste haberlo pensado antes de llamarme tan espléndida esta mañana. ¿Sabes que me crucé con él en el portal? --le dijo entornando los ojos-- Si tanta prisa tenías por hacerte un apaño, ahora ya tienes vía libre. --Y se marchó.
R se quedó al lado de su marido tumbada. Desconsolada y empapándose de sangre.
Lo peor es que no estaba segura de no volver a llamar a su amante.

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